jueves, 23 de diciembre de 2021

Los lechines de las bestias

Posiblemente la mayor parte de las personas que lean este artículo, al ver el título, no sepan a qué se refiere y no será hasta cuando avancen en su lectura que sepan el significado de la palabra “lechines” o “lechín”, que también la he visto escrita en singular.

Yo la escuché por primera vez -o al menos no soy consciente de haberla oído antes- el veintitrés de marzo de dos mil diecinueve, en una conversación entre personas mayores del campo, en la Plaza María Vilches. Era una mañana soleada de sábado y se encontraban allí, en los dos bancos metálicos que suelen servir de descanso a las personas mayores a esas horas, José Herrera Reyes (Herrerilla), Narciso y Antonio Reyes Reyes1 (los Muchachos), Rafael Herrera Godoy (el de los Lazarotes), Francisco López Martínez (el Zorrero) y José Suárez, ibreño. De ellos, los más jóvenes se acercaban a los ochenta años y los mayores, los dos “Muchachos”, superaban los noventa.


Los tertulianos en los bancos de la plaza María Vilches. Foto de 23-3-2019

Antonio y Narciso empezaron a hablar de una bestia que tuvieron, un mulo, que les costó veinte mil pesetas, un precio caro para entonces, en los años cincuenta del pasado siglo. Tenía lechines y eso lo hacía peligroso, porque cuando le dolían podía reaccionar coceando. Parece que llegó a cocear a Narciso; así que, cuando encontraron la oportunidad, lo cambiaron por un muleto de quince meses. Los demás le seguían la conversación y se fueron incorporando a ella, añadiendo algún comentario sobre el asunto. Y allí me encontraba yo, sorprendido, pensando en la cultura rural que atesoran nuestros mayores, hablando con toda naturalidad de algo que prácticamente desconoce la generación no ya de sus nietos sino la de sus propios hijos.

Antonio y Narciso siguieron con la conversación. El muleto de quince meses les salió bueno para el trabajo. Luego me explicó mi padre, Antonio, que los mulos no trabajaban hasta que tenían treinta meses, por lo que si se compraban como muletos había que estar cuidándolos hasta que pudieran trabajar; mi padre y sus hermanos optaron por comprar muletos -llegaron a tener hasta cinco- y tenían a un mozo para estar al cargo de ellos, y poco a poco los iban incorporando a trabajar, sustituyendo a los mulos viejos. Ellos, mi padre y sus hermanos, eran labradores y, cuando labraron en Novayas, un cortijo en el término de Úbeda, cerca del Guadalquivir, en su margen derecho (allí estuvieron de arrendatarios -en sentido estricto, de aparceros- desde el otoño de 1946 hasta el verano de 1959), necesitaban cinco pares de mulos, hasta que compraron, en 1953, un tractor, Fordson Major, de 36 caballos, el primero que hubo en Canena. El muleto en cuestión tuvo una muerte prematura. Cuando tenía seis años, un día, tras vadear el Guadalimar, camino de Canena a las Atalayuelas (tras dejar Novayas, arrendaron el cortijo de las Atalayuelas, en término de Vilches, la parte de tierra calma y olivar, ya que otra parte del cortijo era dehesa de toros bravos), le debió sentar mal el contacto con el agua, cogió una congestión y se murió. A raíz de esto me contó que cuando un mulo se moría, por ejemplo éste, se quedaba en el campo donde se había muerto, y de él se encargaban los animales carroñeros, sobre todo los grajos, y que en Canena, si moría un animal en el pueblo, lo sacaban arrastrando hasta las afueras, al campo, y allí lo dejaban; se acuerda mi padre que acudían sobre todo grajos, aunque también algunos buitres.

Volviendo a los lechines, les pregunté en qué consistían. Eran granillos que le salían donde llevaban el tiro, en el cuello, que era donde tenían que hacer la fuerza. Les dolían mucho y se volvían ariscos; no tenían tratamiento. Cuando más les molestaban era a primera hora de la mañana, al empezar a trabajar; al echarle el ubio (el aparejo que se le ponía para que las bestias fueran juntas, para la labor) le rozaba en los lechines, les dolía y se rebelaban, hasta que se calentaban, ya que la zona del cuello es con la que tenían que hacer el tiro para la labor. A los que les daba, podía darles varias veces, incluso toda su vida.

A raíz de aquella conversación, busqué lo de los “lechines” en internet, pero no encontré nada. Ahora he retomado el tema, he buscado más concienzudamente y he encontrado algunas citas.

En el Diccionario de la Real Academia no encontramos la acepción “Lechines”, pero sí su singular, lechín, que comúnmente identificamos con una variedad de aceituna. Pero en su cuarta acepción es “lechino”, que según dicho diccionario significa grano o divieso pequeño, puntiagudo y lleno de aguadija y materia, que les sale a las caballerías sobre la piel.

Una segunda referencia aparece en el Diccionario de veterinaria y sus Ciencias auxiliares, de Don Carlos Risueño, primer catedrático de la Real Escuela Veterinaria de Madrid (cuatro tomos), tomo IV. Madrid y abril, 1833, en cuya página 167 indica: LECHINES.- Vulgarmente se da este nombre a unos pequeños granos de carácter flegmonoso, que salen en el cuello de las mulas, que tiran con collera, cuando están recién esquiladas y les cae el agua o la nieve sobre esta parte. Por eso los carreteros cuidan de cubrirlas con el guarda polvo, luego que conocen que va a llover. Por lo regular se curan con mucha facilidad y muchas veces por sí mismos.




En el Breve diccionario del habla de los pueblos de los Montes de Toledo, de Juan Manuel Sánchez Miguel, página 11 (artículo incluido en la Revista de Estudios Monteños, n.º 70, 1995), aludiendo a Horcajo de los Montes, define lechín como espinillas en el cuello de las caballerías, producidas por el roce de los collares.

Una última cita se encuentra en el Libro de la Albeitería, de Francisco de la Reyna, editado en Astorga en 1547 (hemos consultado la publicación editada por el Colegio Oficial Veterinario de Cantabria en 2012), en cuyo capítulo XXV, sobre la sarna, se refiere a lechinos.

Se puede decir, por tanto, que lechines es una palabra casi desconocida y que la definición del Diccionario de la Real Academia debe ser antigua, ya que utiliza unos términos poco usuales en el lenguaje actual. Es una palabra que ha debido ser usada más de forma hablada, en el ámbito rural, que de forma escrita y podemos considerarla más del lenguaje popular que del culto.

Y también podemos decir que si para nuestros antepasados y para nuestros mayores era una palabra habitual en sus conversaciones, para nosotros ha pasado a ser una palabra prácticamente desconocida, que se ha perdido, como tantas otras, en la medida que se ha perdido ese modo de vida.


1Antonio Reyes Reyes, mi padre, falleció recientemente. Este artículo está escrito en su memoria.


Texto de José Luis Reyes Lorite



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