En mi errabundo e incesante plan de lectura, me topé hace años con una
leyenda recogida en un libro de Juan Eslava Galán titulado “Leyendas de los
castillos de Jaén”; siendo poco conocida en nuestro pueblo y que atañe a Rus y a Canena, creo que merece
la pena quedar recogida en nuestro Blog.
EL
CIEGO DE RUS
El alcaide moro del castillo de Rus
tenía un hijo que era muy aficionado a la caza. Raro era el día que no salía al
campo caballero en un brioso bayo y rodeado por una inquieta nube de ladradores
podencos a cada uno de los cuales sabía él llamar por su nombre preciso. Era un
tiempo en que abundaba el áspero jabalí más que ahora por estas tierras y se le
cazaba con ballesta o valerosa lanza.
Atardecía después de una sudorosa jornada
cinegética y perseveraba el mancebo en su acecho a la vera de un riachuelo
donde había un abrevadero de puercos. Barruntando la cercanía de los bichos, el
cazador comenzó a tensar su ballesta que era una de las de molinillo, robusta y
con adornos de hueso. Apoyando el mocho en el suelo doblaba el arco de acero
con la fuerza de una poderosa manivela. Cuando ya casi llegaba la cuerda al
tope del gatillo, el arco se rompió y uno de los cabos fue a dar una profunda
herida en la cabeza del mancebo. A consecuencia de este accidente quedó ciego
el desventurado.
El invierno dio paso a la primavera.
Florecían los almendros en la loma de Canena. Resignado a sus tinieblas, el
hijo del alcaide de Rus, no dejaba de salir al campo con su caballo y sus
podencos y se solazaba en distinguir los variados cantos de las aves, el rumor
del viento en las cañas y los alborotos de sus perros cuando columbraban la
fuga del puerco o del venado.
Un medio día de mayo, fatigado de
las calores, descabalgó el ciego a la refrescante sombra de un frondoso olmo.
No había acabado de sentarse en el suelo cuando notó que un silencio opresivo
reinaba de pronto en el campo. Tuvo un sobresalto: alguien le tiraba levemente
de la marlota. Inútilmente exploró sus contornos con las manos extendidas.
Sintió que dulcemente le tocaron los ojos y una voz suave como la piel de las
uvas le pidió que los abriese. Quedó con
sus ojos claros y su vista restituida ante una hermosa mujer que sonreía.
La señora le pidió que mandase
desenterrar una figura que había dejado en aquel árbol. Al otro día hombres con
azadones cavaron y encontraron una estatua de piedra. Representaba a la señora que había obrado el
prodigio. Al enderezar la imagen, una clara fuente manó del molde que dejaba en
la tierra. El alcaide moro de Rus dio gracias al cielo e hizo venir alarifes y
canteros para que construyeran una ermita que aposentase dignamente la imagen
de la hermosa señora y la cristalina fuente.
Este es el origen de la ermita de
Santiago donde mana hoy una fuente de clara y saludable agua.
Pedro
Martínez García. Cronista
de Canena
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